El Final de La batalla
El clamor
de la batalla había pasado. Los enemigos
huían en desbandada, hostigados por las flechas de los elfos y abrazados
por el fuego de los dragones. La victoria era de los suyos, pero aun
estaba de pie frente a él su mayor enemigo, solo, en medio del campo erizado de
espadas y lanzas rotas. Entre los cuerpos de los caídos se encontraron cara a
cara.
Konnor sentía la mano agarrotada
en la empuñadura de la espada, adolorida después de horas de lucha. Como si
supiera esto Vlad, como una sombra frente a él, avanzo con una sonrisa en los
labios que dejaba ver los largos colmillos de su ominosa condición. En su
barbilla un hilo de sangre corría desde la comisura de su boca.
“Ha saciado su sed” pensó mientras
la sombra avanzaba hacia él y antiguos recuerdos de sangre y muerte recorrían
sus pensamientos.
Konnor
retrocedió un paso. Casi no vio cuando la espada cruzó el espacio entre
ambos y se clavó entre las placas de su hombro. La hoja entró y salió, rápida
como una saeta. Sin pausa Vlad regresaba para atacar nuevamente, sin embargo,
esta vez Konnor supo recibir el golpe a pesar del dolor de sus heridas. Las
espadas chocaron con fuerza. Cada movimiento fluía con la precisión
que solo siglos de práctica podían dar. Las hojas de metal parecían rayos de
luz moviéndose rápidamente. Konnor era ágil y fuerte pero su oponente era un
monstruo, una abominación. No podía distraerse ni flaquear. Un segundo bastaría
para perderlo todo.
A pesar
del cansancio y el dolor, esa cosa no parecía menos que cuando salió sobre su
negro corcel al principio de la batalla o como cuando asoló la tierra de sus
ancestros tantos años atrás.
No podía
rendirse. Simplemente no podía, pensaba furioso Konnor mientras desviaba
los embates del carnicero, aquel que se volvió siervo del caos, su
lugarteniente en la ahora ennegrecida ciudad de los hombres. “Resiste”,
repetía como un conjuro capaz de reforzar su cuerpo, pero las heridas eran
demasiadas. Cayó sobre sus rodillas, alzó la vista solo para ver la muerte en
los ojos del monstruo que se acercaba sonriente, siempre sonriente. Konnor
trató de levantarse pero sus piernas se negaron respondiendo sólo con un débil
temblor. Era demasiado tarde: estaba encima de él.
El
monstruo se quedo de pie frente a él unos segundos antes arrodillarse para
hablarle al oído:
—Has
peleado bien mi pequeño hermano.
Las
palabras sonaban silbantes en su oído, pero las sintió como un puñal en el
corazón. Durante toda su vida, había luchado por olvidar, por desligar toda
imagen de su hermano de la oscuridad que ahora tenía frente a él. Siglos
enteros de batallas internas, y ahora una frase destruía todos sus esfuerzos y
la verdad innegable se le aparecía como un demonio en sí misma. Su hermano,
aquel que le había enseñado el mundo y mostrado los secretos de su pueblo, era
ahora un monstruo y él debía matarlo.
Trató de
responder, pero solo pudo susurrar entre dientes:
—Madre…
—Se
acabó. Sabes que conozco tu secreto. No te levantaras después de esto,
pequeño—la voz viperina de Vlad era como un látigo. La luna estaba frente a
él y la silueta de la espada se recortaba frente a ella. La mente de
Konnor estaba en blanco. Su mano aun sostenía la espada furiosamente. Entonces,
un silbido cruzó el aire y un grito desgarrador espantó la bruma de sus
pensamientos. Una flecha blanca asomaba en el pecho a través de la negra
armadura de su verdugo. Y como si aun estuviera sumido en sus pensamientos, una
voz pareció salir de algún lugar distante:
— ¡Ahora,
levántate!
Se puso
de pie y su espada instantáneamente cruzo el aire. El grito desgarrador cesó,
el cuerpo negro cayó al suelo con la flecha aun en el pecho cual si fuera una
flor de pétalos blancos. Entonces vino el dolor, como si mil agujas se le
clavaran en el cuerpo, la espada que sostenía ardía como braza y rayos fluían entre
ella y el cuerpo decapitado de Vlad.
Konnor
cayó de rodillas una vez más, pero esta vez abrumado por una nueva energía que
lo estaba llenando. En el frenesí comenzó a ver: recuerdos, no eran suyos, sino
de Vlad, su hermano. Se vio a él mismo a través de los ojos del otro, tiempos
felices, las verdes colinas, los ojos de su madre y Alia, el recuerdo se quedo
fijo en Alia, aquella joven de cabellos negros como el mar en la noche y piel
pálida como la luna. Luego la oscuridad, el caos y su llameante mano: las
sombras.
El dolor
fue disminuyendo. Podía escuchar voces amigas que venían hacia él. La batalla
había terminado. Habían recuperado la Primera Ciudad de los hombres mortales y él había
cumplido la promesa hecha a su madre: el hijo perdido, su hermano, ahora
descansaba en paz.
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