La Ciudad
La Ciudad de los Poetas es lo
único real, o al menos así lo parece.
Flotando sobre las aguas, navega
sin rumbo por el infinito océano que cubre el mundo. Allí los poetas crean,
escriben y cantan sus obras. Por supuesto, hay otras ciudades y otras islas,
incluso continentes enteros, pero todos ellos sólo son el espejismo del mundo,
plasmado en alguna página de las miles que se guardan en las bibliotecas de la
ciudad.
A veces, en su eterno vagar, la
Ciudad llega a alguna de estas tierras, donde se abastece de todo lo necesario
para subsistir. De vez en cuando algunos poetas se quedan a vivir en ellas, y
otros que han nacido en esos lugares se marchan en la Ciudad errante llevando
consigo libros y objetos preciosos para ser recordados. Saben que quizás nunca
volverán a verlos, porque la Ciudad de los Poetas es lo único real; las otras
sólo existen mientras alguien recuerde las líneas y las páginas que las
sostienen.
Hasta las estrellas en el cielo
cambian su posición y su forma en la bóveda celeste. Sólo existe la Ciudad: la
Ciudad y el mar.
Baruk, siguiendo los pasos de su
madre y su padre, antaño un gran bardo en la corte de un gran rey, ya había
escrito mucho aunque aún era bastante joven. Había creado en sus narraciones
mundos de todo tipo. En uno, los árboles eran de metal y las doncellas vivían
cantando y danzando para un dios de cristal al que no podía tocar, pues la más
suave caricia habría de destruirlo; en otro, había una isla donde sus
habitantes, unos enanos, vivían representando los sueños de un gigante dormido.
Incluso, había un mundo en el que existía una única flor, descrita en versos
hasta su más mínimo detalle.
Todo esto, como él sabía, yacía
en algún lugar del infinito océano, al menos mientras él los recordara. Y sin
embargo la ciudad, en su indeterminado deambular, nunca se había encontrado con
una de sus creaciones. Al menos no era el único: estaba determinado que en la
urbe flotante siempre hubiera siete mil poetas; así ha sido desde que la
memoria lo recuerda y así será hasta el final. Entre ellos, sólo los más
grandes han logrado ver sus creaciones con sus propios ojos, y algunas de ellas
aún persisten aun cuando su creador yazga muerto en el fondo del océano.
La mayoría, como Baruk, sólo las
soñaba. Al morir, todas las tierras, reinos, ciudades, dioses y hombres que
componían sus creaciones se desvanecían, dejando atrás las placidas aguas y las
olas del mar.
Pero todo escrito es guardado en
las vastas bibliotecas de la Ciudad y de vez en cuando algún lector curioso los
encuentra, trayendo a la vida aquellos mundos por un instante y tal vez, como
ocurre en algunas ocasiones, por un tiempo mayor.
Pese a este consuelo, al
orgulloso Baruk no le sentaba la idea de aguardar a que la suerte rescatara su
trabajo del olvido, por lo que cada noche se sentaba frente a la página en
blanco a garabatear paisajes, esbozando ideas que se desvanecían rápidamente.
Un día abrió su cuaderno en la página donde estaba el viejo poema de aquella
flor finamente descrita en cada aspecto de su ser, y entonces supo que era hora
de ponerse a trabajar en serio.
Durante años escribió sin parar,
salvo para dormir, comer y pasear por la ciudad. Cada día se sentaba al caer la
tarde después de su caminata y escribía: página tras página su obra creció y
creció. Cuando llegó el día en que decidió que estaba terminada, tomó su
manuscrito enorme y pesado, lo llevó ante los viejos escritores de la
biblioteca, lo dejó encima de la mesa y sin decir nada se marchó a descansar.
Cuando los viejos leyeron el
manuscrito quedaron asombrados por las detalladas y hermosas descripciones,
pero a medida que seguían leyendo empezaron a confundirse, y para cuando
terminaron la inquietud e incluso el miedo los había embargado. Aun
así, lo enviaron a las imprentas sin cambiar una coma. Siete mil
copias fueron encargadas: una para cada habitante de la ciudad.
Baruk jamás sería olvidado.
Pocos años después falleció,
aunque hay quienes dicen que simplemente desapareció. Una gran escultura suya
fue hecha en bronce y, a sus pies, tallada en la roca, se grabó íntegro
su manuscrito.
En este mundo la Ciudad de los
Poetas es lo único real pero ya nadie sabe lo que es real.
Baruk lo cambió todo. Él escribió lo que nadie antes pensó, o lo que alguien antes pensó como demasiado arduo, difícil o hasta inútil para desarrollarlo. Escribió un enorme poema en el que reflejaba la Ciudad misma en cada minúsculo detalle: su historia, su arquitectura, los cuatro cascos urbanos unidos por bellos puentes adornados con quimeras de piedra, sus altas torres y sus barrios, sus calles de adoquines piedra por piedra, cada árbol y cada hoja, cada basurero y cada posada, sus bibliotecas, sus libros; todo estaba allí. Un poema que describía completamente a la verdadera Ciudad de los Poetas.
Baruk lo cambió todo. Él escribió lo que nadie antes pensó, o lo que alguien antes pensó como demasiado arduo, difícil o hasta inútil para desarrollarlo. Escribió un enorme poema en el que reflejaba la Ciudad misma en cada minúsculo detalle: su historia, su arquitectura, los cuatro cascos urbanos unidos por bellos puentes adornados con quimeras de piedra, sus altas torres y sus barrios, sus calles de adoquines piedra por piedra, cada árbol y cada hoja, cada basurero y cada posada, sus bibliotecas, sus libros; todo estaba allí. Un poema que describía completamente a la verdadera Ciudad de los Poetas.
Aquello había sido lo que había
desconcertado a los viejos poetas de la biblioteca. Algo había en ello que
resultaba inquietante, incorrecto y abominable en su perfección y belleza. Como
lo esperaban, la Ciudad, en su eterno viaje sin rumbo, se encontró con su
reflejo vagando en el mar. Entonces mandaron a uno de ellos para visitarla
durante su encuentro. A su regreso, relató lo que todos suponían: se
trataba de la imagen precisa de la verdadera, incluyendo la escultura en bronce
de Baruk y su poema, aunque eso pareciera imposible o ilógico. Pero eso no fue
lo más extraño que contó el enviado, sino lo que los otros viajeros poetas le
dijeron con expresiones desconcertadas:
—Un mes atrás, según los relojes
de la ciudad, ellos, según cuentan, se habían encontrado con otra Ciudad de los
Poetas, otro reflejo idéntico. Ellos creen que nosotros somos uno también.
Todos guardaron silencio.
Mientras, las dos ciudades se alejaban la una de la otra. No pasó mucho antes
de que otras aparecieran, todas ellas clamando ser la verdadera Ciudad de los
Poetas. Con el tiempo el infinito océano se llenó de urbes flotantes que se
apretaban en racimos, moviéndose sin rumbo. Nadie nunca se atrevería a olvidar
la obra de Baruk, pues ya nadie recuerda ciertamente qué es real y nadie quiere
desvanecerse.
La Ciudad de los Poetas es la
única que existe de verdad entre las miles que vagan por el océano sin fin.
(Publicado originalmente en Fantasía
Austral)
Comentarios
Publicar un comentario